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Mi Universidad, la UNAM, ¡claro!

Cuando llegué por primera vez a la Universidad para hacer los trámites de inscripción a Arquitectura, tuve una de las experiencias más extrañas que un joven de 16 años pudiera tener. Vi una serie de edificios modernos, casi nuevos, diferentes a todo lo que había visto antes en la ciudad, dispuestos alrededor de un gran jardín, incluso quizá fue algo que reforzó mi vocación por la arquitectura. Todavía me acuerdo de los pisos verdes del gran salón en la planta baja de Rectoría, lleno de ventanillas, que era el lugar donde pasaríamos a recibir los papeles que nos acreditarían como estudiantes de la UNAM —pisos y ventanillas que, por cierto, todavía existen—. La Escuela Nacional de Arquitectura, en 1959, se componía de talleres individualizados, denominados con números del uno al ocho, y un arquitecto de prestigio era el director de cada uno de ellos. Además de pasar casi todo el día en la escuela, ya que teníamos clases por la mañana y por la tarde, aprovechábamos las horas libres para ir a las cafeterías. La de Filosofía era la indicada en el verano ya que llegaban las “gringas” que venían a aprender español y se la pasaban en México un mes. La cafetería era un lugar lleno de bullicio y donde encontrabas a medio mundo, aunque no te tomaras ni un café.

Otra cafetería que después desapareció era la Central. Un sitio espléndido, con vistas al campus; un espacio con islas de árboles, que siempre estaba verde, ya que el pasto crece junto con las piedras, idea que Carlos Lazo copió de las haciendas ganaderas de Aguascalientes. Ahí podías pasar horas frente a un café, discutiendo de cualquier cosa, y eso era importante. La Universidad no solo nos ofreció aulas, cursos y entregas de trabajos interminables —casi siempre calificados de una manera infame— sino un sitio de conversación y aprendizaje. Podría decir que aprendí más fuera del aula que dentro. En las bardas, en las bancas, sentados en el pasto, hablábamos de nuestros proyectos, y de Brasilia, de Wright, del funcionalismo y Mies, pero también de cine y poesía, de amigos artistas, de reuniones en pequeños cafés de la Zona Rosa.

La Universidad nos abrió la mente a otras dimensiones del conocimiento, la inquietud por el arte de vanguardia, ver revistas de otros países, tratar de conocer cómo sería el México donde podríamos ejercer la profesión, plantearnos las preguntas que todos nos hicimos: ¿qué voy a hacer?, ¿cuál es el futuro?, ¿qué debo ser? Preguntas, todas sin respuesta, pero que el sólo hacerlas nos daba un argumento para seguir aprendiendo.

Tuve la fortuna de conocer y tener como maestro en los últimos años de la carrera a Manuel Martínez Páez, un hombre que estudió en la Academia, compañero y socio de Carral y Augusto Álvarez, un funcionalista de creencias firmes, para quien el módulo, la proporción y el racionalismo eran religiones, y que me enseñó sobre la ética, el comportamiento, la honradez profesional y los valores universitarios. Él y Candela me dieron la oportunidad de empezar a dar clases entre 1964 y 1965. Desgraciadamente tuve que dejar la docencia ya que mi actividad profesional no dejaba tiempo para otra cosa. Me asocié entonces con otros dos compañeros de mi generación, Enrique Fernández y José Bassol, y me dediqué a ejercer como arquitecto, algo que no he dejado de hacer desde entonces.

Luego regresé a la enseñanza. Desde 1975 fui profesor en varias universidades y a la UNAM volví en 1986, ya con el grado de doctor, que logré en la ya Facultad de Arquitectura. A partir de entonces, la Universidad me ofreció nuevas responsabilidades y satisfacciones, y algo único: la oportunidad de regresarle algo, un poquito de lo que me dio años antes: la lealtad y el cariño hacia esta madre profunda y solidaria, que sólo entrega y no pide nada a cambio, que es la Universidad Nacional Autónoma de México.

Pero existe otra parte de nuestra formación que no tiene que ver con los conocimientos técnicos, artísticos y científicos y que la Universidad nos proporciona; la formación en los valores laicos, la manera de compartir lo que sabemos, la fraternidad y el carácter; la solidaridad con las causas sociales y la crítica al estado de las cosas, todas las cosas.

Pero también la Universidad nos ha ofrecido ampliar los límites del saber, la capacidad de asombro, el altruismo y la cooperación con los principios más justos, porque ser universitario no es sólo saber cómo, sino saber para qué, y en eso radica la educación hoy día.

Por eso, desde hace 20 años se formó una asociación de generosos donadores universitarios que promocionan la formación y el intercambio académico de nuestros estudiantes; y que apoya la construcción de aulas y laboratorios y realiza un esfuerzo por favorecer a nuestra Universidad. La Fundación UNAM es no sólo una organización que beneficia económicamente, sino una manera de organizar el apoyo material que siempre va a requerir nuestra Institución. Gracias a este esfuerzo, cada vez más exalumnos, empresarios, profesionistas y personas de todas las clases sociales se han sumado a este proyecto que permite cubrir requerimientos específicos para la enseñanza y formación de muchas generaciones.

Luis Arnal Simón, coordinador del CAAHYA – UNAM

Fuente | El Universal


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