Sueños y realidades en la UNAM

A casi seis décadas de mi ingreso a la UNAM (en 1958) sigo recordando esa mezcla de emoción y orgullo por tener la oportunidad de asistir a ese relativamente nuevo y atractivo campus que era, y sigue siendo, la Ciudad Universitaria. Era un sentimiento de expectativa —y hasta cierto punto ansiedad— porque provenía de haber cursado todos mis estudios previos en escuelas privadas de hombres: el Simón Bolívar y el Cristóbal Colón, donde estudié becado por la generosidad de los Hermanos Lasallistas, quienes se hicieron cargo de mis estudios a la muerte de mi padre, cuando tenía escasos nueve años.
El campus era para mí una especie de sueño fantástico por su amplitud y belleza; hacía poco se había celebrado una feria de la industria alemana; mi visita a la feria me dejó extasiado, no por las muestras de maquinaria y productos alemanes, sino por el impresionante entorno de edificios y espacios verdes que mostraban el gran proyecto constructivo del que era capaz nuestro país.
Ese sueño se vio desbordado cuando, por fin, después de trámites de admisión en el mezannine del edificio de la Rectoría, de un examen médico (el único examen que en ese tiempo se hacía) en un frío edificio de un frustrado dormitorio para estudiantes (ahora parte del Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas) pude asistir a mi primera sesión de clases en la Facultad de Ciencias, que estaba situada, con un gran sentido conceptual de diseño, en el centro del campus.
Entrar a la Facultad con sus rampas de acceso a los dos pisos superiores en lugar de escaleras y sus salones con isóptica era como entrar a una institución de primer mundo. Éramos tan pocos alumnos entre las carreras que ahí se cursaban (Física, Matemáticas, Biología y Actuaría) que los salones del piso superior no se usaban aún. Sin embargo, a pesar de esa conmoción del sitio donde estudiaríamos, no tenía la menor idea de todo lo que se me abriría en la vida, tanto en la UNAM misma como en el mundo, por iniciar mis estudios en esa institución. Para empezar, una de las dos mejores cosas que me deparaba la vida ocurrió ahí: conocer a la mujer que sería mi esposa y el pilar de una privilegiada familia.
Los cuatro años de la carrera de biología en la Facultad de Ciencias, en la que por su matrícula pequeña permitía que nos conociéramos casi todos, independientemente de la carrera que cursábamos, constituyeron un período incomparable de fraternidad, intercambio de ideas y vivencias, una joya que la UNAM de fines de los 50 e inicios de los 60 nos ofrecía generosamente.
Después de terminar la carrera, vinieron las oportunidades de trabajar en la investigación de la tesis profesional en el campo, cosa no usual en esos tiempos, los estudios de maestría en el Colegio de Posgraduados y, finalmente, la oportunidad de hacer el doctorado, nuevamente apoyado por una beca de la UNAM.
Tuve ofrecimientos, al término de mi doctorado, de regresar al Colegio de Posgraduados, que me ofrecía todo el apoyo económico para hacer investigación debido a la política gubernamental de proveer cantidades enormes de recursos económicos —al menos relativamente hablando— a las instituciones de enseñanza e investigación en temas agrícolas. Aunque la beca de la UNAM no me obligaba contractualmente a regresar a ella, no dudé en que la institución a la que tenía que regresar era la Universidad, la cual fue una decisión afortunada. Una serie de circunstancias en las que no abundaré por ahora me permitieron, con escasos recursos pero con predictibilidad, constituir la formación de un excelente grupo de alumnos en Ecología e ir conociendo en sucesivos pasos, la grandeza y la generosidad de la UNAM, así como su significado en el proceso de la construcción de nuestro país.
Así me percaté pronto que la Universidad produce personas libres y universales, capaces de pensar, decidir y actuar por sí mismas, con crítica y autocrítica, de autogobierno, de libertad interior y de libertad social y política, de objetividad sin prejuicios ni sectarismos de cualquier tipo. Lo hace así como sede de la razón y de la búsqueda de la verdad por la comunidad de cultura de profesores-investigadores y de estudiantes, reafirmándose como espacio de libertad, de humanismo y de universalismo, de pluralismo y libertad de cátedra, de investigación, de creación y de difusión en y hacia la cultura, rechazando todo lo que sea cultura autoritaria, dogmática, sacralizada, represiva, conformista, alienante o mistificadora.
Para mí, la Universidad Nacional es el proyecto cultural más importante de este país; forma parte de su riqueza y patrimonio desde hace más de cuatro siglos. Ella es parte de la historia y tradición nacionales; es, además, una de las universidades más antiguas y prestigiadas de Latinoamérica, y en la actualidad es una de las instituciones de educación superior más grandes del mundo.
A pesar de los muchos y repetidos asedios a lo largo de su historia, de los intereses políticos externos a ella, la UNAM sigue siendo considerada entre las mejores 80 universidades del mundo, juzgada por sus pares académicos de todo el mundo por la calidad de su investigación y su enseñanza.
¿Quién, que haya estudiado en ella, no puede estar enormemente agradecido por el privilegio de ser Unamita?.
Por: José Sarukhán, Coordinador Nacional de la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad
Fuente | El Universal
Sigue leyendo:
Por la UNAM hablará mi espíritu. Otras voces de universitarios comprometidos con su Alma Mater (click en la imagen para ver la lista de textos)