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Un universitario de cepa

He tenido la fortuna de estar ligado a la Universidad Nacional Autónoma de México desde hace más de medio siglo. Ingresé a los 16 años como estudiante de la Preparatoria Nacional No. 1, cuando estaba ubicada en el añejo y señorial ex Convento de San Ildefonso.

He tenido la fortuna de estar ligado a la Universidad Nacional Autónoma de México desde hace más de medio siglo. Ingresé a los 16 años como estudiante de la Preparatoria Nacional No. 1, cuando estaba ubicada en el añejo y señorial ex Convento de San Ildefonso. Ahí empecé a tomar contacto con lo que era verdaderamente mi país, puesto que a sus aulas asistíamos jóvenes que veníamos de todos los lugares de nuestro territorio y de todos sus estratos sociales y económicos. Allí pude conocer los sueños, las aspiraciones, dolores y reclamos de los miembros de mi generación preparatoriana que, en ese entonces ya estaba integrada por 37% de mujeres, lo que presagiaba el importante cambio que se venía dando en nuestro país desde que en 1947, a iniciativa del presidente Miguel Alemán, se reconoció la calidad de ciudadanas a las mujeres en el orden Municipal y, luego, en 1953, en el orden Federal, por iniciativa del Presidente Adolfo Ruiz Cortines.

En la UNAM tuve la oportunidad de recibir la formación más completa a la que puede aspirar un ser humano en un país como el nuestro, que en su Constitución Política establece que “todo individuo tiene derecho a recibir educación que deberá ser laica y estará basada en los resultados del progreso científico, luchará contra la ignorancia y sus efectos, las servidumbres, los fanatismos y los prejuicios”. Y de manera muy importante ese Artículo 3° señala que la educación “…será democrática y nacional, en cuanto —sin hostilidades ni exclusivismos — atenderá a la comprensión de nuestros problemas, al aprovechamiento de nuestros recursos, a la defensa de nuestra independencia política, al aseguramiento de nuestra independencia económica y a la continuidad y acrecentamiento de nuestra cultura, evitando los privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos.”

Bajo ese marco legal e ideológico recibí entonces una formación humanista del más amplio espectro, ya que desde el primer año de la preparatoria se nos inculcaban no sólo conocimientos basados en las ciencias naturales de fundamento matemático, sino también principios de Lógica, Ética, Historia y Literatura, nacional y universal. Teníamos oportunidad de desarrollar aptitudes en el campo del arte, ya fuese en la literatura, la pintura o el teatro, o practicar deportes, si bien en el caso de la Preparatoria No. 1 lo teníamos que hacer en las recientemente inauguradas instalaciones deportivas de la Ciudad Universitaria.

En San Ildefonso pude vivenciar lo que durante el Renacimiento se conocía como una educación humanística plena, y ello conformó mi carácter y mi visión de la vida a partir de entonces y hasta los momentos actuales. Dos años después inicié mis estudios de licenciatura en la Facultad de Derecho, que había sido trasladada a la Ciudad Universitaria tres años antes y posteriormente entré a cursar la Maestría y el Doctorado en Administración Pública en Ciencias Políticas y Sociales.

Estudiar en la UNAM era, al igual que hoy, un privilegio, ya que sólo el 1% de quienes ingresábamos a la escuela primaria teníamos oportunidad de cursar estudios superiores en nuestra Máxima Casa de Estudios. Pero también constituía un importante compromiso con el pueblo de México, a quien le debíamos la gratuidad de nuestros estudios y la convicción de utilizar nuestros conocimientos en favor del país, bajo el ideal democrático que señala el referido Artículo 3° de nuestra Carta Magna, que considera a la democracia “no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.” Así entendía mi generación la función de la Universidad y la responsabilidad que adquiríamos quienes ingresábamos entonces a sus aulas para recibir las enseñanzas de extraordinarios maestros que, en más de un sentido, eran verdaderos apóstoles de la educación.

Desde que estudiaba la licenciatura en Derecho fui invitado a impartir clases de Civismo en el tercer año de la Preparatoria 2 (allí se cursaban cinco años; tres de secundaria y dos de preparatoria). Después tuve a mi cargo la materia de Problemas Económico-Políticos y Sociales de México, en el último año de la Preparatoria 6, en Coyoacán. Ya titulado tuve oportunidad de impartir clases tanto en Derecho como Ciencias Políticas y Sociales, por más de 30 años. Y finalmente, la universidad me concedió el honor de formar parte de su Patronato durante cinco años. Como presidente de dicho Patronato tuve la fortuna de ser invitado, en calidad de Presidente Honorario, a las sesiones del Consejo Directivo de la Fundación UNAM, establecida hace 20 años, para que ex alumnos, al igual que los amigos de nuestra Universidad, pudiéramos reciprocar, aunque fuese en muy modesta medida, al cumplimiento de los tres grandes objetivos que la Ley Orgánica de 1945 le señala a la UNAM: docencia, investigación y fomento de la cultura.

Colaborar con nuestra Alma Mater a través de la Fundación que, como Asociación Civil se estableció hace dos décadas, sigue constituyendo un privilegio para quien ha sido universitario, un “puma” de corazón y de espíritu a lo largo de su vida. Por ello invito a que quienes todavía no se hayan afiliado a la Fundación UNAM, lo hagan para garantizar que por muchos años más, la Universidad siga cumpliendo la alta misión de la que hablaba el Maestro Justo Sierra en 1910, consistente en formar mexicanos que estén a la altura del humanismo renacentista y del país que aspiramos a legar a las generaciones futuras.

Alejandro Carrillo Castro, director de la Fundación Miguel Alemán

Fuente: EL UNIVERSAL


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