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Razón, saber y compromiso

Entré a la UNAM en el conflictivo 1968 y ello marcó mi vida para siempre. Venía de una escuela privada y de una familia de comerciantes. Salvo mi primo David, al que admiro mucho desde niña, no había una tradición de universitarios en casa, lo que hacía difícil que mis padres apoyaran mi necesidad de estudiar. Esperaban de mí que, terminando la preparatoria, me casara y formara mi propia familia, mientras que a mí lo único que me interesaba era leer.

Fue al ingresar a la UNAM que descubrí nuevos valores y una forma de ver el mundo más amplia y compleja. La Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM muy pronto se volvió mi nueva casa y es ahí donde descubrí que el camino del pensamiento es inagotable, como lo son los libros que nos conducen a él. Si el conflictivo 1968 marcó para siempre mi forma de percibir el mundo, la Facultad me inició en una manera de concebir el saber universitario que me llevó a ubicar posteriormente mi compromiso social como docente. Desde entonces no obedezco a otra razón que aquella que ordena el mundo en donde cabe nuestra vida, la razón que gobierna el mundo del libro —de los libros— dejando de lado todo aquello que la ignora, la contradice o incluso, por qué no decirlo, que intenta aniquilarla.

Con el 68 nos dimos cuenta que nuestro país debía cambiar, que las desigualdades en las que vivíamos (vivimos) no sólo eran sumamente injustas, sino que no podían llevar a nada bueno, como hoy se puede constatar. Experimenté en carne propia que la educación es el medio más eficaz para hacer un cambio verdadero en las mentalidades.

Ingresé a la carrera de Letras Inglesas y tuve la suerte de conocer a cuatro grandes maestros a los que debo lo que soy como persona y docente: Colin White, inglés graduado en Cambridge, me mostró a la voluntad como un acontecimiento de la humildad y me enseñó a conservar el apetito intelectual al acecho, sin descanso, con la pasión que se puede poner en la lectura impecable de un poema en voz alta, aquella que hace estallar sus significados.

Adolfo Sanchez Vázquez, profesor del exilio español, le dio voz y sistema a una inquietud, a un desasosiego que me persigue desde pequeña, y que proviene del saberme un ser privilegiado en un mundo donde reina la injusticia, donde el conflicto entre las clases asfixia al verbo aunque mantenga viva la esperanza.

Sergio Fernández, por su parte, me enseñó que lo que la poesía y la narrativa ponen al descubierto es el desorden del alma y que el reposo se alcanza en las hendiduras del lenguaje, en el silencio que ellas representan.

Ya como estudiante de maestría, el doctor Luis Rius fue importantísimo para mí. En el primer semestre de maestría tomé un seminario con él sobre Pedro Garfias, y me dijo: “Raquel, usted debe dedicarse a la Academia”. Fue como una epifanía; para mí, la literatura era toda la vida. Como solía decir Juan García Ponce: “La literatura sirve para todo y para nada”. Empecé a pensarlo seriamente y un día que me topé al doctor Rius en un pasillo de la Facultad me dijo: “¿Raquel, ya vio usted la Gaceta de la UNAM?” Ante mi negativa continuó: “Véala porque hay un concurso en el que usted debe participar”. Fui corriendo a conseguirla y pensé seriamente que ser profesora de la UNAM era mi deseo más profundo. Concursé y tuve la fortuna de ganar en 1976 una plaza de medio tiempo. Después de 38 años de docencia miro atrás y me doy cuenta de que ese encuentro marcó el inicio de mi vida académica en la UNAM. Para mí, la UNAM representa todo: todo lo que creo, todo lo que me importa, todo lo que pienso que requiere nuestro país.

En el ranking internacional, el desempeño de las humanidades en la UNAM se sitúa dentro de los 20 mejores del mundo. Sin embargo, debo señalar que en los últimos años, siguiendo una tendencia de la modernidad tardía, se le ha dado más importancia al desarrollo de las ciencias que al de las humanidades. Así va el mundo moderno pero aquí hago una llamada de atención. Cuando se deja de lado la parte humanística de la existencia nos volvemos monstruos. Muchas personas contagiadas de una perspectiva neoliberal –y algunos universitarios no están excentos de esto— ven, frívolamente, a la cultura como un adorno. La cultura, el estudio y el cultivo serio de las letras, de la historia y de la filosofía tienen una capacidad transformadora radical, en tanto que permiten que se abran perspectivas distintas de la propia existencia en el presente y en el pasado; es sólo a través del pensar humanístico serio que encontramos las herramientas adecuadas para mirar al mundo de una manera más puntual, rica y profunda.

México requiere una cultura filantrópica capaz de dar oportunidades educativas a la población más vulnerable. Esa es una vía fecunda para disminuir la brecha de desigualdad social. Por ello, la labor de Fundación UNAM es fundamental, ya que apuesta por la educación, con la cual se pueden producir cambios sustanciales en el país. He visto a jóvenes con talento que tienen que abandonar la universidad porque se ven obligados a trabajar para ayudar a su familia. Eso no es solamente doloroso para ellos, sino que tiene impactos muy negativos en la sociedad.

El fortalecimiento de una universidad pública debe ser permanente y requiere del esfuerzo de todos los sectores sociales. La educación es lo único que ayuda a comprender que es posible vivir dentro de este mundo tan complicado y al mismo tiempo, tratar de reconstruirlo, reformarlo, retrabajar en él. Es así que podremos retribuir con un poco de lo mucho que nos ha dado la UNAM.

Por: Raquel Serur, Coordinadora Del Seminario Universitario de la Modernidad

Fuente | El Universal


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