Ana Barahona Echeverría

UNAMita de formación, y Puma de corazón
Mi vida como estudiante siempre fue muy reconfortante. Siendo la cuarta de seis hijos, y dentro de una familia de clase media que vivía en la colonia Nápoles, tuve el privilegio de contar con educación privada, no de grandes vuelos, pero acordes con los ingresos de mis padres, pues ambos trabajaban. Gracias a ellos, desde pequeños, a mí y a mis hermanos nos gustaban —a mí un poco más— los libros y los deportes por igual. Era una lectora asidua de Los tres mosqueteros y demás novelas de Alejandro Dumas, las de Julio Verne, o las de Emilio Salgari. ¡Cómo olvidar El corsario negro o La reina del Caribe! Mi padre, de nacionalidad costarricense y mi madre, de Guadalajara, me inculcaron el amor por el futbol, y desde chica aprendí lo que era vivir con pasión un clásico: el América-Chivas.
Como buena estudiante, obtuve las mejores notas, lo que me trajo la simpatía de mis padres, y la envidia, no muy severa, de mis hermanos. Al terminar la secundaria, un evento trágico en mi familia me hizo refugiarme en la lectura y los estudios, y fue entonces cuando tomé la mejor decisión de mi vida: hacer el examen de admisión para entrar a la UNAM; me inscribí en la Escuela Nacional Preparatoria #6 Antonio Caso, y esto cambió mi vida para siempre. Desde muy joven, y como estudiante de la Prepa, me interesé por el estudio de las matemáticas; sin embargo, al cursar el tercer año, decidí estudiar Biología, pues en ese entonces pensaba, erróneamente, que estaría más cerca de hacer una labor social siendo bióloga, que si estudiaba matemáticas. Acabábamos de vivir el movimiento del 68 estando yo aún en la secundaria y mis hermanos ya en el IPN, y al entrar a la Prepa viví el movimiento de los halcones del 71. Eran años de grandes movilizaciones estudiantiles que pedían cambios sociales, y eso se reflejaba en la gran actividad de los universitarios, y en particular de los de la Prepa 6.
Años después, al entrar en la Facultad de Ciencias a estudiar Biología, conviví con diversidad de personas, tanto provenientes de diferentes estratos sociales, como de diferentes estilos de pensamiento y de vida; conocería al que sería el padre de mis dos hijos, e incursionaría en el área de la historia y filosofía de las ciencias. Este tipo de cursos se ofrecía por primera vez a estudiantes de ciencias de todas las carreras. Esto me abrió, de nueva cuenta, la puerta a los libros que me hacían olvidar que tenía que observar por horas bichos en formol, o ir al campo a escudriñar plantas de todo tipo. También, al entrar a la Facultad, entendí lo que era la tolerancia y la apertura a nuevas ideas, y el respeto por la opinión de los demás, así como lo que significaba la militancia política, pues en la Facultad éramos (y somos) muy vehementes.
Una vez finalizados mis estudios de Biología decidí entrar en el posgrado, obteniendo los grados de maestría y doctorado por la UNAM. En un breve paréntesis entre la maestría y el doctorado, ya con dos hijos, me fui con mi familia Ramírez-Barahona a realizar una estancia al Departamento de Historia de las Ciencias de la Universidad de Harvard —de los primeros en su tipo en el mundo— donde justamente se estaban dando movimientos importantes tanto sociales como en las ciencias mismas. Se estaban cuestionando los estudios históricos de las ciencias que veían a las ciencias como grandes producciones generales en donde lo importante era el desarrollo de las teorías científicas y su contenido epistémico, dando paso a los llamados entonces estudios sociales de las ciencias, que incorporaban los aspectos social y cultural en el entendimiento de las ciencias y la tecnología.
Cuando estuve fuera, y gracias a una beca de la UNAM, pude entender el significado de estudiar las ciencias desde las perspectivas histórica y filosófica, ya que las ciencias habían tenido un desarrollo tal que desde entonces las habían colocado no sólo en la perspectiva de ser una herramienta clave para sustentar el avance de nuestra comprensión de la naturaleza y de la sociedad, sino que su desarrollo las había colocado en una posición de ser ellas mismas el marco de reflexión para guiar su avance y modular las reflexiones de su desarrollo. Aprendí que esta reflexión es cada día más urgente, y que de ello daban cuenta la multitud de esfuerzos e iniciativas existentes en muchos países para abrir espacios de reflexión que fomentaran y dieran cuenta de estos debates. Dónde, si no en la UNAM, habría que promover la multiplicación de espacios de reflexión que desde diferentes perspectivas contribuyeran a la tarea de hacer de las ciencias —y yo incluiría a las matemáticas también— desde una perspectiva multidisciplinaria, el eje de las reflexiones académicas, sociales, políticas y teóricas de nuestro tiempo.
Cuando regresé a México me gradué de doctora y obtuve una plaza de tiempo completo, que conservo hasta la fecha a ya casi 40 años de mi primer contrato. Tuve la iniciativa junto con algunas colegas de fundar e impulsar en 1989 el área de Estudios Sociales de la Ciencia, de la cual se han formado otros grupos afines en las últimas décadas. Este tipo de reflexiones e iniciativas se convirtieron con los años en referentes complementarios (ya no auxiliares) en el entendimiento de las ciencias y las matemáticas, movimientos de los cuales me he sentido participante y muy orgullosa.
He tenido la suerte de ser universitaria casi toda mi vida (la mayor parte ahora) y de formar a mis hijos con los mismos principios y valores que se aprenden sólo estando en la UNAM: tolerancia, respeto, rigor científico y responsabilidad individual y social. Quise regresarle a la UNAM algo de lo que ella me dio, y lo que gracias a ella he podido conseguir, y lo hice precisamente apoyando desde hace ya varias décadas a la Fundación UNAM, pues a través de ella es que se impulsan muchos de los programas que hacen que muchas personas estudien en ella, ingresen a nuestras licenciaturas y posgrados, se desarrollen y se conviertan en mejores ciudadanos. La vida dentro de la UNAM es invaluable como motor de la movilidad social, de la excelencia académica y de la solidaridad social. La Fundación UNAM, en su joven historia (fundada en 1993), ha mostrado que su labor social y cultural es imprescindible para la sociedad, pues sin ella muchos jóvenes no tendrían la suerte que yo, y me atrevo a decir que la que muchos otros miles de universitarios hemos tenido para ser lo que somos, ciudadanos mexicanos críticos, académicos y demócratas del siglo XXI.
Científica, investigadora y académica.
Miembro de la Junta de Gobierno de la UNAM