José Luis Fernández Zayas

Ingeniería en la UNAM, desarrollo para México
Entré a estudiar la carrera de Ingeniería en la Facultad de Ingeniería de la UNAM en 1964, cuando el director era don Antonio Dovalí Jaime, quien sucedió al maestro Javier Barros Sierra en la Fundación del Instituto Mexicano del Petróleo dos años después.
Era una época de gran expansión nacional y de enormes oportunidades para los estudiantes de ingeniería. Teníamos una vida social y cultural muy activa.
Impulsábamos proyectos culturales —Javier Jiménez Espriú era uno de los jóvenes más comprometidos— y sociales y, eventualmente, logramos incorporar materias de orden social (Economía, Sociología, Psicología, Historia) en nuestro currículo. Nuestra experiencia fue muy bien aprovechada en diversas universidades, privadas y públicas, en varios Estados de la República, particularmente del norte y centro del país. Al mismo tiempo tuvimos espléndidos maestros de las materias típicas de la Ingeniería, desde la Física y las Matemáticas hasta las ciencias de los materiales, los procesos industriales y la administración. Nuestra generación fue espectacularmente exitosa.
A mí me ha ido especialmente bien, pues yo pude trabajar desde una época temprana para apoyar a la economía familiar. Mi madre fue una mujer brillante y claridosa, que supo formular la idea de que, al apoyar el ingreso familiar, ayudaba yo a la educación de mis hermanas, lo que me produjo siempre una gran satisfacción. Cuando estaba yo en preparatoria pude ayudar a unas primas con rudimentos de matemáticas y, gracias a esa exitosa experiencia, descubrí que la docencia me resultaba muy placentera.
Afortunadamente, cuando empecé mi carrera en la UNAM, empezó el crecimiento explosivo de las prepas, las ENES (ahora FES) y luego los CCH. De este modo, era comparativamente fácil conseguir que me asignaran un curso de matemáticas o de física, pues había gran carencia de profesores. Si no hubiera interrumpido yo mis cursos, primero en la preparatoria y luego en la Facultad de Ingeniería, cuando me fui a estudiar a Inglaterra, ya tendría bastante más de 50 años de antigüedad como docente en la UNAM.
Yo le debo mucho a grandes profesores que he tenido en la Facultad. A algunos, como Heberto Castillo, los conocí en alguna sacudida política de los años 60 y continué buscándolos por curiosidad y egoísmo. Otros, como Manuel Viejo y Marco Aurelio Torres H., siempre conservaron esa relación de superioridad cariñosa, que se desarrolla temprano entre profesor y alumno: una superioridad que siempre los obligó a ser especialmente generosos y atentos conmigo.
De esa visión moderna, de un México comprometido con su futuro, que es el de sus jóvenes, surge la Fundación UNAM en enero de 1993, con ánimo de apoyar a estudiantes de bajos recursos. Su propuesta resultó tan formidable, y tan coherente con el compromiso de los universitarios del principio del siglo XX, que fue inmediatamente acogida y apoyada por innumerables mujeres y hombres del más alto nivel. Pronto, las becas, de diversas índoles, se contaban en decenas de miles, como correspondía a la “Universidad de la Nación”. Al mismo tiempo, la Fundación se transformaba en el mejor vehículo de la modernidad, particularmente en la era en que la tecnología se consolida como formidable herramienta de la globalidad. El proceso de vincular a la Universidad con el entorno de gobierno y de industria, que nunca ocurre de manera fácil, ha sido fomentado vigorosamente por muchos consejeros de la Fundación UNAM con mucho éxito.
Fundación UNAM ha dedicado enorme esfuerzo, en diversas épocas, a esta crucial empresa mexicana, pero lo mejor está todavía por venir. Esta es una gran enseñanza de la Fundación UNAM: que el futuro nos pertenece.
Sin duda, este optimismo ha sido rampante en la Universidad desde que la recuerdo. Y recuerdo también etapas de gran generosidad. En abril de 1975, recién llegado de vuelta del doctorado en las islas británicas, sin empleo ni esperanzas de tenerlo en muchos meses, el Instituto de Ingeniería me ofreció trabajo en el entonces nuevo tema de la energía solar, en el grupo que estaba formando Rafael Almanza. El mismo día que conocí a su potente director, el doctor Daniel Reséndiz, me emplearon para iniciar desarrollos del lado térmico de los aprovechamientos solares, que son una verdadera fiesta. Aprendí, con Gerardo Hiriart, mi jefe inmediato, que los problemas de la ingeniería solar eran variables en el tiempo, lo que nunca aprendieron los ingenieros de mi época, que diseñaban para el “estado estacionario”. Los aspectos dinámicos se apareaban espléndidamente con el surgimiento de los métodos numéricos y la llegada de la computación al diseño en ingeniería. Esa etapa del desarrollo nacional fue formidable, pues jóvenes de muchos rumbos llegaban a la UNAM (muchos con apoyo de Fundación UNAM) a modelar matemáticamente los procesos solares. La naturaleza se revelaba en la trigonometría, que permitió modelar aplicaciones de la ingeniería moderna y afinar diseños de máquinas y procesos: era más rápido y barato cambiar un coeficiente en una ecuación, que recortar o soldar una estructura de acero. Gracias, de nuevo, a esta oportunidad, produjimos un gran número de ingenieros excelentemente preparados, que con el tiempo fueron ocupando importantes posiciones en la industria, en el gobierno y en las empresas de servicios.
A más de 25 años de ese inicio, la Universidad ha propiciado el establecimiento de varios grupos de investigación y posgrado de excelencia en diversos jirones de la geografía. Egresados de esas experiencias docentes se encuentran en altas esferas en muchos países americanos, desde Canadá hasta Argentina. Nos ha animado la experiencia de la ingeniería civil y de la arquitectura mexicanas, que son de las mejores del mundo. En esta nueva época que iniciamos, con la inspiración de los miembros y directivos de la Fundación UNAM, más convencidos que antes de que el futuro de la humanidad es uno de convivencia y colaboración, es muy grato constatar que los ingenieros mexicanos estamos sobradamente preparados para hacer aportaciones oportunas y pertinentes.
Por cierto, el primer edificio que construyó el Instituto de Ingeniería, como División de Investigación de la Facultad de Ingeniería, fue un laboratorio que inauguró en su primer año de operación, en 1956. Se dedicó al ingeniero Raúl Sandoval Landázuri, quien murió en un accidente aéreo en noviembre de ese año. Las semillas de los fundadores siguen dando frutos.
Investigador del Instituto de Ingeniería de la UNAM
En 1974, nos dio el curso de Resistencia de Materiales en el taller 5 de la Escuela Nacional de Arquitectura, Autogobierno